Dead & Company, Dead Forever: Crónica alucinada de una misa psicodélica en Las Vegas
- Luis Guevara
- 24 hours ago
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Updated: 2 hours ago
Dead & Company, Dead Forever: Crónica alucinada de una misa psicodélica en Las Vegas
Para algunos, ir a misa es un domingo cualquiera. Para mí, es un sábado alucinante en Las Vegas, con los ojos dilatados de emoción y el alma sudando tie-dye. Quien me conoce sabe que los Grateful Dead no son solo una banda: son un virus místico que me inoculé hace cinco años y que ha transformado irreversiblemente mi cerebro. Igual que cuando me obsesioné con Blink-182 en la secundaria o con Zeppelin en mis años salvajes, pero más... espiritual. Más sucio, más libre. Más humano.
He seguido a Dead & Company como quien sigue a una religión que no exige dogma, pero sí presencia absoluta. Dallas 2021. El tour final de 2023. Y el año pasado en el domo psicotrópico más caro del planeta: The Sphere. Tan fuerte fue la primera dosis que regresé con mi hermano, mi primo y uno de mis mejores amigos para ver el clímax de la residencia. El último rito. El último rezo.

Pero vamos atrás. A los orígenes. A la célula madre.
Los Grateful Dead nacieron en 1965 como una anomalía cósmica en Palo Alto, California. Hijos bastardos del ácido, del jazz, del bluegrass y de la literatura beat. Más que una banda: un colectivo mutante formado por: Bob Weir en la voz y guitarra, Ron "Pigpen" en los teclados y coros, Phil Lesh en el bajo, Bill Kreutzmann en la batería, Mikey Hart en las percusiones y dirigido por Jerry Garcia, voz principal y el rey de los solos eternos de guitarra. Tocaban sin mapas. Improvisaban hasta desaparecer. Cada concierto era único, irrepetible, sagrado. Una ceremonia donde el tiempo se disolvía y los fans—los Deadheads—se convertía en una especie de tribu nómada, viajando de ciudad en ciudad para perseguir la eternidad.
Los Dead permitieron que los fans grabaran los shows. ¡Grábalos, compártelos, regrésalos al mundo! Su música no era mercancía: era un organismo vivo que se retroalimentaba de su propia comunidad. Su legado, una biblia hecha de jams infinitos y grabaciones caseras.

Y luego vino el silencio. Jerry murió en el '95. Pero en 2015, la criatura resucitó con otro nombre: Dead & Company. Una mezcla de lo viejo con lo improbable. Bob Weir y Mickey Hart —los veteranos— se unieron a Oteil Burbridge, Jeff Chimenti… y a John Mayer. Sí, ese John Mayer. El guitarrista del pop. El rompecorazones de baladas. ¿Qué hacía ahí? Aprendía. Amaba. Se transformaba. Y para sorpresa de todos, funcionó. El tipo se volvió un Deadhead de hueso y jam. Se convirtió en un puente entre generaciones. No imitó a Jerry. Lo invocó con respeto.
Diez años después, Dead & Company no es un tributo: es una evolución. Llenan estadios, encabezan las giras más lucrativas del país sin un solo hit radial. Ni coreografías. Ni fuegos artificiales. Solo música pura, improvisada, viva.
Pero antes del show… Shakedown Street.
The Sphere, una pelota de ciencia ficción que vomita luces y consume almas. Llegó el día del último show: sábado 17 de mayo. Despertamos temprano, nuestra primera parada fue la tienda pop-up en el Venetian. Pósters conmemorativos, merch que huele a nostalgia. Hicimos fila durante una eternidad. Cuando por fin llegamos para comprar los pósters que queríamos… se acabaron. Dos personas antes que nosotros. Se sintió como perder una batalla importante en una guerra psicodélica. Pero igual compramos otras reliquias. El espíritu seguía vivo.

Luego: Shakedown Street. El mercado alternativo de los iluminados. En el estacionamiento del hotel Tuscany, se erguía un carnaval de arte callejero, pines, camisetas hechas a mano, posters ilegales, cintas de shows antiguos y olor a marihuana envuelto en incienso barato. Compré una grabación en cassette que grabó un fan de un concierto de Grateful Dead en MSG del '89. Porque claro que sí.

Y después... The Sphere.
El puente que conecta el Venetian con el domo era una pasarela hacia otra dimensión. Vi gente con un dedo alzado buscando boletos, como si eso pudiera invocar milagros.

El vestíbulo era una nave espacial comandada por fantasmas hippies. Subimos a la sección 405. Último piso. Casi tocábamos el cielo. Dos cervezas, 42 dólares. La resaca empezó antes del show.
Entramos. Y lo primero que sentimos fue un zarpazo en la nariz: marihuana. No esa sutil de terraza con amigos. No. Un muro verde. Un bosque en llamas. Nuestros vecinos de adelante y los de al lado traían su propio festival: conté al menos siete porros encendidos.
Y entonces... las luces bajaron.
La música comenzó con “Feel Like a Stranger” y no nos soltó más. “Help on the Way > Slipknot! > Franklin’s Tower” la pantalla nos tragó. La casa en Haight-Ashbury. Viaje intergaláctico. Satélites. Planetas. Psicodelia en 15 mil metros cuadrados de LED.

Y hay que decirlo: John Mayer no solo fue el guitarrista y la voz que nos guió a través del viaje—también fue el productor creativo de esta locura. El arquitecto de esta misa lisérgica. El tipo se metió hasta la cocina del espectáculo junto con Industrial Light & Magic y Treatment Studio para diseñar la narrativa visual que nos tragó vivos y nos devolvió renacidos. Puntos para Mayer. Muchos. Porque lo que vivimos fue más que un concierto: fue una experiencia religiosa. Y él fue el chamán que nos llevó hasta el altar.
“Tennessee Jed”, “The Harder They Come”, “Casey Jones” nos arrastró con fuerza y todos nos pusimos a aullar como lobos en luna llena.
El segundo set dió inició con "Passenger". En “Scarlet Begonias > Fire on the Mountain” los osos danzantes aparecieron. Sí, los osos. Psicodélicos, girando como espirales de LSD puro y donde el baterista Mickey se dejó caer con unas rimas.

"Estimated Prophet" y "Eyes of the World" fueron un deleite musical, mi alma y mente se dejaron volar con la improvisación. La locura llegó a su punto más alto con “Drums > Space”. Los asientos hápticos vibraban como si estuviéramos dentro de una enorme caja torácica latiendo. No era un show. Era una experiencia extracorporal.
La banda regresó con "Looks Like Rain" para luego pasar a la última sección del show con dos homenajes a Bob Dylan: "Tangled Up in Blue" y "Knockin' on Heaven's Door".
Y para cerrar con broche de oro, llegó “Ripple”, fotos antiguas de la banda aparecieron en la pantalla y una voz en off de Phil Lesh hablando sobre Gestalt, todos lloramos un poco. Algunos por dentro. Otros sin vergüenza. Porque sabíamos que esto, esto, era el fin de algo irrepetible.

Salimos del recinto caminando lento, como quien acaba de salir de un sueño lúcido. Esa noche dormimos con los oídos zumbando y el alma tibia.
No sé cuántos más conciertos de Dead & Company habrá. No sé si volveré a ver a Mayer tocando esos solos que no terminan. Pero lo que sé, con la certeza de los que han cruzado portales sonoros y vuelto a casa, es que esa noche... fuimos parte de algo más grande que nosotros. Algo que no se puede explicar. Solo vivir.

Al día siguiente, tomamos el vuelo de regreso.
Y fue ahí, en el asiento 24F de un avión cualquiera, que me golpeó el vacío.
Esa sensación hueca que te queda cuando terminas la mejor serie de tu vida. Un final sin cierre. Un “to be continued” que sabes que no llegará. Porque sí, la música sigue. Pero esa noche, ese lugar, esa banda, ese viaje… ya eran historia.
Y qué jodidamente hermosa fue.
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