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EL PRIMER CONCIERTO DE GEESE EN MÉXICO Y MONTERREY

Updated: 2 days ago

Era un martes cualquiera. De esos que te aplastan con su gris, con su rutina de ciudad mal dormida y cafés recalentados. Pero como todo buen capítulo empieza con algo que no planeaste, ese día llegó un mensaje. Un buen amigo—de esos en los que confías con los ojos cerrados y los oídos bien abiertos—me escribió:“Hoy toca una banda en el Nodriza. No la conoces, pero tienes que venir.” Y si algo he aprendido es que cuando alguien con buen oído te lanza un anzuelo, más vale morderlo.


La banda se llamaba Geese. De Nueva York. Recién sacados del horno con un disco que, según Fantano—el calvo que decide qué vale la pena en este mundo musical y qué no—era una locura llamada 3D Country. “Uno de los mejores discos del año”, decía. Me dejé llevar. Le di play. Y BOOM. A la yugular con “2122”. Y luego I See Myself... una joya que se metió directo al altar de mis obsesiones del año.Para cuando dieron las diez de la noche, ya no solo iba a un concierto. Iba a encontrarme con una nueva religión.


El Nodriza Estudio nos recibió con esa vibra que tiene lo auténtico: íntima, cálida, sudada. Me topé con viejos conocidos que parecían sacados del mismo plano temporal al que esa noche nos íbamos a desviar. Abrieron Timothy La Moto Casco, banda de Guadalajara con nombre de delirio ácido. Tranquilos en el stand de merch, amables incluso. Pero en el escenario fueron otra cosa. Tres guitarras vomitando fuzz, garage y distorsión como si no hubiera un mañana. Una muralla sónica. Me tomó un rato entender qué carajos estaba pasando... pero cuando lo entendí, ya era fan.


Y luego… el ritual.


10:15 p.m. Las luces bajan. Geese sube. Y todo cambia.


Arrancan con un piano y voz. Suave. Casi frágil. Como si se burlaran de lo que uno espera. Y entonces uno por uno… el resto entra. Y pum. El estallido. No era solo música. Era electricidad encarnada.


El baterista, poseído. Una mezcla de Keith Moon y un demonio con metrónomo interno. Se movía como si la batería lo estuviera exorcizando. La guitarrista, pura vibra y fuego. Su pedalera era un laboratorio. Sus texturas, gasolina pura. Terminó el show tirada en el piso, abrazando la guitarra como si fuera su última noche.


El tecladista, con una keytar colgando como una espada láser, intercambió lugar con el vocalista para robarse el alma del público con un solo brutal.


El bajista, zurdo y quirúrgico. Con ese bajo precioso que parecía tallado para él, rebanaba las frecuencias con elegancia.


Y el cantante… madre mía. Tiene esa cosa que no se puede fingir. Presencia. Voz. Rango. Carisma. Esa mezcla rara entre el chico que se sienta al fondo del salón y el que puede incendiarlo todo con una frase.


Geese no solo superó mis expectativas. Me pateó el alma, me sacudió la cabeza y me dejó con un poster autografiado que ahora cuelga como trofeo de guerra en mi estudio.


Salí con la certeza de que acababa de presenciar el nacimiento de algo grande. Algo que no se ve todos los días. Algo que, si tienes suerte, te pasa una o dos veces por década.


Y todo empezó con un martes cualquiera.




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